viernes, 8 de mayo de 2009

"ese día me mandó al descenso"


Siempre intenté mantener este espacio como... anónimo. Digamos que si alguien entra no se puede dar cuenta de que yo soy yo. Pero hoy estoy obligada a decir adiós y últimamente no sale ningún poema que me permita mantener el anonimato con intentos de metáforas tiradas de los pelos de la nariz.
Así que acá estoy, con un tono melancólico fingido, escribiendo por primera vez acá prosa en una primera persona que soy yo.

Cuando terminé 7º grado, la abuela copada de una compañera, que había ido a leernos libros durante el año, nos dio una especie de tarjetita como conmemoración del momento, o algo, que decía: "Siento que algo termina; debe ser que algo comienza".
¡Tal cual, abuela buena onda! Tenés razón. Para que empiecen cosas nuevas tienen que terminar las viejas. El tema es cuando uno no está del todo convencido de haber terminado un asunto y resulta que el asunto se rebela y termina con uno:
Apaaaa! (cara de casi indiganación: ¡¿quién te pensás que sos?!). Está bien, ya sé que parecía que yo ya había terminado con el asunto, ¿pero alguien se tomó la molestia de preguntarme y corroborar que yo hubiese realmente terminado?... Bueno, entonces no hay derecho de que venga este asunto y termine conmigo, porque por más que parezca lo que parezca, ¡yo no había dado por terminado este asunto...!

Claro que todos estos diálogos internos quedan internados en nuestro interior y uno simplemente se ve obligado a aceptar que ese asunto está terminado. Le guste a uno o no, el asunto decidió terminar con nosotros. Bueno, claro que si queremos podemos todavía darle vueltas a la cosa, pero, vamos, ¿cuánto sentido tiene?
De todos modos, si nos quedamos dándole vueltas a la cosa, nos quedamos también solos en esa, porque bien sabemos que el asunto nos abandonó y se fue a inventarse nuevos asuntos más entretenidos, más novedosos... Aunque el concepto resulte un poco redundante, vale.

Así que, nos paremos donde nos paremos, nos paramos solos.
Fin de la cuestión.

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